VALLE DE LA CALMA (XVII)

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Gracias a Federico Cavero por el pic

 

 

 

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I

 

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El resto de la “cita” había sido incómoda, con bastantes pausas entre un comentario y otro. Murillo no volvió a hacerle ninguna pregunta, sin embargo, a él no parecía incomodarle en lo absoluto la situación. Se mantenía con los labios ligeramente levantados, como si estuviera satisfecho o seguro de sí mismo.

Al salir, Patricia no le dio tiempo de ser un caballero; empujó la pesada puerta de vidrio por sí misma. Estaba haciendo un chequeo mental de su capital, y si los cálculos eran correctos, no le sería difícil quedarse en el hotel cuatro o cinco días. De hecho, no le molestaba la idea de volver a Buenos Aires a fin de mes, y muy en contra de su carácter, tampoco le hacía mucha pupa verse ante la hipotética situación de pedir un par de días libres. La razón era sencilla, pero inédita de cara a su carácter sedentario: estaba sobre la pista de algo, y era importante. No sabía qué energía la impulsaba, pero era suya, muy suya. Era quizá los únicos rasgos de Sagitario en su vida canceriana. Y si quería racionalizarlo la situación se prestaba a ello: era una oportunidad única para cerrar una puerta que había estado abierta desde siempre. Una puerta que llevaba a los misterios de su madre.

Si eso es lo que tomaba encontrar la libreta que había dejado en el casillero hacía tanto tiempo <<¿acaso he mencionado la palabra casillero desde que llegué aquí?>> pues sea. Era como si cada vez que intentara armar una explicación, alguien, en el hospital, completaba el resto, pero a su forma... a la forma del San Niño. Y eso colisionaba en gran medida con su inteligencia. Era como verse ante una llamada a la medianoche de algún extraño: “Hola, ¿con quién estoy hablando?” – “No, no dígame con quién desea hablar usted”. Esa era la suspicacia que ella sentía, pero multiplicada hasta un punto en que, sin quererlo, la hizo temblar.

Iba a hacer la pregunta de oro. Y para ello tenía que reunir valor.

- Doctor Murillo, muchas gracias por el café, es usted una buena persona. Creo que debo retirarme, tengo que hacer algunas cosas, como llamar a Buenos Aires para decirles que estoy bien y que voy a llegar pronto (¿mordería el anzuelo? ¿De verdad se creería que habría alguien estaba pendiente de ella?). ¿En cuánto tiempo piensa usted que recuperarán el diario?
- Mañana mismo. ¿En verdad necesita usted irse?
- Sí.

Patricia se sintió tentada a dar una explicación. Lo hacía cada vez que mentía, pero se contuvo. Ella sabía que era una mala mentirosa, pero a la vez sabía los detalles que hacían mala a una mentira.

Murillo sonrió, e hizo un gesto con la cara.

- Mire hacia fuera.

El agua caía de tal forma que el exterior parecía poco más que un cuadro psicodélico.

- ¿Hay algún teléfono cerca?
- ¿Qué piensa hacer usted?

Aquello era una especie de batalla campal, una delgada línea en la que Patricia intentaba calcular lo aceptable del descaro, y su miedo por hacer el ridículo, su miedo por apartarse, su miedo por hacer el equivalente a cerrar el seguro del automóvil, pero no hacerlo porque uno teme ofender a esa persona que creemos puede ser un criminal.

- Llamar a un taxi, desde luego.
- No sabe cuánto me avergüenza, va a pensar que somos campesinos –repuso Murillo, rascándose tras la cabeza- pero no, no hay servicios de taxi en el pueblo. Entenderá que es demasiado pequeño para ello. Podría ofrecerle un paraguas, pero no me parece lo adecuado.
- Entiendo –repuso, pero indispuesta a bajar los brazos- si es tan amable de indicarme algún teléfono público, me pondré en contacto con mi familia en Buenos Aires.

Como por acto de magia, la enfermera Margoth se puso en marcha. Salió detrás de Murillo, como la parodia de un conejo dentro de un sombrero. La mujer abrió la puerta doble del pasillo dentro del cual, muchos pasos más allá, se hallaban los teléfonos públicos, uno al lado del otro.

Patricia agradeció con una sonrisa, y pasó adelante. Pensó en la palabra dionea. “Dionea”.

Mientras los dejaba atrás, se dio cuenta que la mujer no soltó la puerta. Sabía, además,, que la estaban viendo.

Cogió el teléfono, y lo apoyó entre el oído y el hombro. El calor que hacía ahí era espeluznante. Las paredes estaban tapizadas por una especie de alfombra roja de bastante mal gusto, detalle que le impresionaba tanto como el hecho de que había un solo bombillo, el cual, para colmo de males, titilaba. Todos esos detalles hablaban bastante mal a sus ojos, sus ojos de enfermera. Era exactamente lo mismo que la modelo que aparece con varios kilos de más y un barro en la cara el día de la sesión de fotos. Pero ella no lo iba a demostrar, Patricia distaba de ser así. Aún asustada, no tenía motivos para exteriorizar su desagrado al San Niño.

Y no sólo eso sino que, por naturaleza, lo justificaba: El San Niño era enorme, y por lo tanto, debía ser un sitio muy difícil. El Buena Ventura era grande también, sí, pero no tenía pasillos con cuartos para conserjes. Aquello era a su lugar de trabajo lo que un McDonalds era a un Carrefour viejo.

Se giró lentamente, sólo para descubrir nuevas razones para sentir aversión a Margoth, en cuerpo y alma: su mirada viperina bajo esas cejas blancas y casi inexistentes estaba clavada en su yugular.

Extrajo la papeleta doblada de su bolsillo, el viejo currículum de su madre, simulando que leía un número anotado detrás. Marcó al azar, contando el 011 del área de Buenos Aires. Era una mala mentirosa en la práctica, pero era prolija por naturaleza. Eso nadie se lo quitaba. Lo haría lo más realista posible.

Margoth había dejado de mirarla; ahora podía verla de espaldas, hablando con alguien. Ya no importaba, no podía escucharla desde ahí. Le atendiese quien le atendiese, y era una pena haber tenido que gastar unas cuantas monedas para una charada como aquella, algo sobre lo que ni siquiera estaba segura que hacía falta… le diría amablemente a quien fuera que atendiera que se equivocó de número, esperando que no fuera un histérico. Quizá se viera obligada a esperar que ese tal “sea quien fuere” colgara el teléfono para seguir hablando un rato más, y cristalizar así el teatro. Pensó otra vez en dionea. “Dionea, Dionea”.

Repicaba sin que nadie contestara. En ese caso, tendría que simular que hablaba con una persona. Sería más difícil…

Sin embargo, para cuando estuvo a punto de creer que la llamada se perdería, alguien le atendió el teléfono, escuchó que levantaban un auricular.

El problema es que la persona del otro lado de la línea no decía nada, sólo escuchaba.

La escuchaba a ella.

- ¿Sí? –susurró- ¿por favor con Mónica?

Giró los ojos. Volvió a ver al fondo del pasillo: no la observaba nadie. La enfermera se había ido.

- ¿Bueno? ¿Puede usted escucharme?

Necesitaba zanjar la situación, cabía la posibilidad de que el sujeto tuviera un identificador de llamadas y estuviera intentando descifrar en silencio el chorizo numérico que aparecía en su pantalla. Hoy día todos tenían uno.

- ¿Bueno?

Empezó a sonar un gemido de tuercas, seguido por un aspador, y…

Silencio.

Patricia decidió quedarse callada, escuchando, con la boca entreabierta.

Nuevamente, el mismo sonido, pero repetido dos veces.

Su mente trabajaba lentamente. Poco a poco la imagen mental se fue formando en su imaginación.

<<TIJERAS>>

Las tuercas se movían de forma lenta, el sonido grimoso y oxidado se despedazaba para dar paso a la ágil melodía de las aspas separándose, cerrándose luego violentamente.

- Disculpe, yo...

Como si su propia voz hubiese sido el detonante, la combinación se repitió ahora tres veces.

Quería volver a decir algo, abrió la boca, pero las palabras acabaron por ahogarse.

Se repetía a una velocidad cada vez mayor. Una y otra, y otra, y otra vez, hasta cobrar un ritmo enloquecedor, acercándose por la línea, resonando en su tímpano cada vez con mayor fuerza, y luego más cerca todavía, muy cerca...

Patricia colgó el auricular de golpe.


Nuevamente, su garganta ahogó instintivamente una palabra, una expresión, sus ojos se hicieron grandes. Las palabras se deslizaron hacia abajo.

No había nada que hacerle, había pensado en <<¡mierda!>> Pero Dionea fue todo lo que surgió de adentro. <<¡Dionea, DIONEA!>>

Giró la cabeza rápidamente, para ver hacia la salida. Margoth no la estaba mirando, Murillo no parecía estar cerca tampoco.

Su mente daba vueltas, como lo hace una cuchara girando dentro de un vaso con agua.

<<La enfermera no me vio>> - <<el doctor tampoco me vio>> - <<¿Es prudente que haga como si pude comunicarme, pretender que hablé con alguien?>> <<¿Y si lo hago, sabrán, habrán oído que no dije nada?>>.

Por un momento se sintió irritada y estúpida de no haber hablado, de no haber seguido con su teatro, pero <<¿qué, qué fue eso?>>.

Observó el teléfono de vuelta, sintiéndose tentada a coger el auricular otra vez.

Su mente de adulta, inflexible, larga y oscura, se interponía con la mejor defensa posible. <<Eso no fue nada, eso no fue nada, vete a hacer otra cosa, no seas ridícula>>.

Se sentía como la resaca después de una borrachera.

A la final, la inflexibilidad ganó el asalto: problemas en la línea. “No, afuera no hay nada, afuera sólo hay un gato”. Esto era igual, y más fácil aún.

La comida era algo importante en la vida de Patricia, ocupaba un buen departamento en su muy limitada pizarra de placeres. Volvería al restaurante.

Al cruzar la recepción, la lluvia había cobrado una capacidad torrencial, y lo que era peor; los árboles eran empujados por el viento. Todo indicaba que era imposible salir, y por dentro lo sentía: “todo estaba cuajando, Dionea, Dionea”.

- ¿Es esto normal? –preguntó-

Pero la enfermera Margoth no estaba en la recepción para contestar su pregunta. Y era mejor que no estuviese. Mejor que afrontar el disgusto de ser víctima de otra de sus majaderías.

Le recordaba que ella misma había tenido logros asombrosos. Lo que faltaba en la vida de Patricia, ella lo compensaba con otra cosa. Y uno de los más extraños fue el de haber entablado amistad con una inspectora de hospitales. Una doctora de piel oscura, enorme, con una cara que podría dejar a un carro por debajo como un paisaje floral.

Fue una de las pocas frases obscenas que le habían provocado una risa a mandíbula batiente. El doctor Benítez tenía muchas, pero finalmente lo logró, logró sacarle una risa a la señorita Corriz con su humor escatológico. Ese día había dicho: “Si hay algo jodido, es hacerse amiga de una yegua así”.

Y Corriz lo había conseguido.

En una charla, la mujer le había revelado que una de las mejores formas de entender lo que se cuece debajo de cualquier lugar es hablando con el personal menor. No quería realizar una investigación a fondo del San Niño, claro, pero podría hacerse una idea de la calidad general del hospital si se dirigía a la base de la pirámide. Así, varias preguntas arremolinadas se irían aclarando lentamente, preguntas que habían comenzado a girar ni bien puso el primer pie sobre el San Niño.

Por ejemplo, si la inspectora Mabel hubiese estado ahí, lo primero que hubiese dicho, sin pensarlo dos veces, era que el personal del San Niño era ridículamente insignificante -porque tratándose de Mabel, hay que adherirle picante a cualquier frase- para lo que una instalación tan grande requería. La infraestructura era la apropiada, pero era obvio que el lugar estaba vacío. Cualquier otra persona pensaría “están en temporada baja”, “hoy no hay mucho trabajo”. Pero a Patricia no la podían engañar. Eso es como un piloto viendo una de esas tontas películas de secuestros aéreos. Estaba vez el juego era distinto, Dionea…

Por no decir que tal hospital era una extravagancia estando cerca a un pueblo en donde cada uno de sus habitantes hubiese podido mudarse al edificio y no ocupar demasiado espacio. Eso la llevaba a pensar que en realidad podía tratarse de un centro de tratamientos especiales para gente muy pudiente (Bariloche no estaba demasiado lejos, después de todo). Era lógico, Dionea…

Y finalmente lo recordó, recordó qué era esa palabra en la que había estado pensando tanto, recordó la Dionea. Fue incómodo, como tener un bocado atrapado en la garganta. Dionea, sí, Dionea. Ella era muy mala para recordar las cosas que se tienen en la punta de la lengua. Son peores que el hipo. Pero lo recordó.

La Dionea, la planta carnívora. Esa que atrapa moscas. Que te atrae y que cuando aterrizas, no te deja salir más…

Cerró los labios y cruzó la puerta. Desgraciadamente su experiencia como enfermera tenía un límite, y en lo que seguía sí se parecería a cualquier otra víctima: era hora de comer, y dejar pasar todo.

..

II

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El almuerzo había terminado siendo un simple sándwich de pollo con una tortilla de patatas (le encantaban las patatas, horneadas, fritas, al vapor, de cualquier forma). Benítez una vez le había dicho que parecía un Leprechaun por ello. Afortunadamente Benítez no era un estúpido, y por eso lo único que lo ofendió de que Patricia lo llamara Dr. Chapatín fue que para él hubiera sido un honor que en cambio lo llamaran Dr. Kevorkian.

Cada vez que Patricia comía, borraba momentáneamente incontables datos de información. Pero la palabra <<Dionea>> no abandonaba su cabeza.

Pagó la cuenta, no sin antes meditar que otra de las atractivas características de la gente del pueblo es que no era tan suspicaz a la hora de cobrar como la de la ciudad. Ella hubiese podido marcharse y dudaba que la cajera hubiese tan siquiera levantado la cabeza de la revista que andaba leyendo.

Margoth no estaba en la recepción para cuando Patricia regresó. (Hospital sin recepcionista, otra de las excentricidades del San Niño), sin embargo, lo que no se terminaba era la lluvia; podía escuchar los truenos resonantes en la lejanía. El camino de salida entre los árboles (o lo poquísimo que podía ver de él) estaba envuelto entre ramas y hojas.

Se resignó. En la ciudad, las tormentas fuertes duraban poco, veinte o treinta minutos, un par de horas en ocasiones excepcionales. Tal vez otra característica típica del lugar eran los torrenciales largos. Eran ya las doce del mediodía y, considerando la hora tan temprana en que había llegado, la situación se estaba volviendo molesta.

- Están interesados en usted.

Patricia dio un respingo. Aquello parecía haberle dado un placer inmenso a Margoth.

- ¿Sí? –contestó, con compostura- ¿Quién está interesado en mí?
- El doctor Borghild, por ejemplo. Dice que si tiene tiempo, querrá conocerla personalmente, al final de la jornada.

Aquello le sonó a Patricia considerado.

- ¿Quién es Borghild?

Como si aquello hubiera sido una venganza, Margoth dejó de sonreír. Un velo de compostura forzada cayó sobre su rostro con una rapidez tal que resultaba incluso humillante.

- Él es el jefe.

La mujer giró los ojos a un costado, con los labios apretados, pero podía notarse que revolvía el interior de su boca con la lengua.

- En cierto modo, puede decirse que él es el San Niño, ¿entiende?

Observó a Patricia, como si esperara que ella compartiera la analogía.

- Puede darle a Borghild el nombre de mi hotel, si quiere. Lo he olvidado pero tengo un folleto en el bolso. No dudo que pueda conseguir el número de teléfono.

Margoth sonrió, replegando su dentadura color café.

- Corazón, aquí las lluvias duran más de lo que te imaginas.
- Puchis. Eso me temía.

Y le sonrió con dulzura.

La anciana dejó de mirarla y regresó a su escritorio.

- Recorra usted el hospital, para que no se aburra. Compruebe que aquí somos tan sofisticados como en la ciudad.
- Me temo que eso ya lo comprobé hace poco, señora.

 

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III

...

 

Desde que era una adolescente, y sabía que su vocación definitiva sería el de ser enfermera, Patricia Corriz, siempre tan sencilla, pero no por ello menos aguda que una hojilla, sabía bien que eso le traería complicaciones con los del sexo opuesto. La razón era sencilla: cuando uno demuestra vocación por algo, es natural que haya un interés sincero de por medio, y cuando se tiene interés, no se puede evitar sino estudiar del tema hasta saberlo todo, punto por punto. Ella había sido así, y tenía una idea bastante acertada de lo “bien” que iría cualquier cita si se ponía a hablar de sus temas favoritos.

Así que había decidido cavar su propia tumba antes de pasar un mal café. Entre la testosterona y su vocación había ganado lo último.

Así que ahora estaba ante una silueta casi colonial del lugar que albergaba casi todas esas cosas que le gustaba: un hospital.

Tenía la esperanza de recorrer Valle de la Calma, llegar a conocerla mejor, porque era el pueblo donde –había vivido- su madre por mucho tiempo y una especie de lugar turístico el cual, ciertamente, habría que exprimir demasiado para sacarle lo turístico, pero eran sus primeras vacaciones, y seguro las últimas en mucho tiempo. Veía venir que las próximas serían seguramente una semana libre tras una operación o una enfermedad.
La preocupación por la lluvia apenas era un punto negro (uno que más adelante se convertiría en un tumor) pero ahora mismo cometía el mismo error que muchas víctimas del San Niño: estaba despreocupada, mientras dejaba que el tiempo pasara.

Al final del corredor, observó que las enormes puertas dobles estaban abiertas, mostrando el interior de la cocina. Había bandejas metálicas sobre los largos mesones rectangulares, donde los cocineros dejaban los proyectos que más tarde meterían al horno. A su lado derecho, se hallaban los largos cubículos vacíos con escritorios, muebles, archivadores, y esqueletos de pie. Si aquello hubiese sido una tienda mayorista, habría sido lógico pensar que era un desolado domingo de vacaciones, donde funcionaba sólo la mitad del personal, pero aquello era un hospital, y por ello, no dejaba de ser extraño, extraño más allá de todo aquello que pudiera cambiar de un hospital citadino a uno del interior, extraño como si se dijera que en Francia dos más dos son seis. Ya había pensado en esto antes, sí, pero la idea sólo rotaba, daba giros sobre un circuito. Conocer a fondo el hospital no hacía sino insistir sobre un mismo punto, hasta que finalmente, se hiciese insoportable, y fuera inescapable.

Ella sabía todo lo que había que saber, sabía de hospitales para quemados, hospitales dedicados a atender partos, los de cirugía estética, cuidados intensivos, enfermedades cardiovasculares, hospitales psiquiátricos, etc. El San Niño tenía la capacidad de encargarse, en un solo lugar, y como todos los lugares grandes, de cinco o seis ramas de las anteriormente mencionadas.

Antes de atribuírselo a cualquier otra razón que pudiera parecer obvia, como que el San Niño pudiera estarse yendo derecho a la quiebra, recordó que su madre había trabajado ahí mucho tiempo; las instalaciones debían guardar un secreto, y como ya se hacía una idea preclara de qué secreto era, supo que sería todo un espectáculo ver a Moria o Mirtha Legrand saliendo de un ascensor en bata.

<<Estoy en el mismo lugar donde trabajó mi madre, tal vez viendo exactamente lo mismo que vio ella, preñada de mí>>

Le hizo recordar lo mucho que quería leer el diario, y de dónde sacaba las energías para quedarse. De donde combatía el sentimiento de querer irse a casa. De dónde paliaría la posibilidad de que ella hubiese escrito algo triste, o que no le gustase. Patricia era previsiva, pensaba ese tipo de cosas con anticipación, eso la preparaba mejor. Eso y pensar siempre en el peor escenario posible. Se lo había recomendado su tía, y lo había oído decir de los labios de Carla, en Cheers. Dos personajes tan sabios no podían equivocarse.

Lo había hecho ya durante tanto tiempo que era un movimiento reflejo. Patricia se había vuelto una estratega excelente de su propio corazón, y no había que prestarle tanta atención cuando había un punto mucho más delicado, mucho más importante. Mamá <<mamá>>

Su madre.

Fue por eso que la idea fue creciendo lentamente en su cabeza, después del aguijonazo inicial, al leer la plancha de madera que estaba colocada sobre la puerta “Oficina de Historia de Personal”.

Aquello era igual que la sala de Archivo de Empleados (misma oficina, diferente nombre) que se situaba en el Buena Ventura. Quería ver el nombre de su madre en algún documento de la época. La idea era tontamente nostálgica, boba, incluso, pero era como poder palpar la espiral del tiempo con sus ojos, leer el nombre “Corriz” en un documento redactado hacía más de treinta años. Eso y, que además, podría satisfacer un poco su curiosidad con respecto al número de empleados en el San Niño. Eso último se estaba convirtiendo en una de esas tareas incómodas pero inaplazables. Era curiosidad.

De resto, aquello era como una enorme y aburrida biblioteca pública, en donde uno puede sentarse a revisar el historial de empleados del hospital. En el Buena Ventura era completamente accesible a la gente, porque además del historial de empleados se hallaba también la historia del sitio. Uno podía sacar fotocopias de los documentos que deseara llevarse, cosa frecuente, porque muchos estudiantes de comunicación social, derecho o teología decidían hacer un informe, trabajo o tesis relacionado con un hospital.
No estaba muy segura de cómo funcionaba aquello en el San Niño (no había una fotocopiadora, ni mucho menos), y estaba segura de que si entraba, Margoth no perdería la oportunidad de hacer una acusación venenosa, entre paréntesis le parecía increíble hasta qué punto era capaz de convertir un par de horas de relación en una enemistad de años, pero no le importaba intentarlo. Patricia no se asustaba por la gente de mal carácter... las enfermeras competentes tienen el mismo don maravilloso que las azafatas: la gente de mal carácter y los que van de listorros son su especialidad. Ni siquiera Muhammad Alí pudo contra una.

Se quedó viendo el vidrio cromado de la puerta antes de animarse a girar el picaporte.

La polvorienta atmósfera del reducido espacio que ocupaba esa oficina le cobró factura en los ojos, y estaba segura de que más tarde llegaría hasta los pulmones. Por suerte, llevaba el inhalador en su bolso, sabía de sobra que sacudir el aire con la mano sólo haría que se arremolinara más en torno a su cara. Patricia sintió una indignación casi maternal en ver como la gente en Buenos Aires se arremolinaba estúpidamente para comprar barbijos, sabiendo, de sobra, que eso no los protegería en nada. Ahora, sin embargo, hubiera podido usar uno.

Observó el enorme estante con culatas de carpetas rebosando a cada espacio en lo alto de sus filas, las calcomanías viejas, amarillentas y casi despegadas de la madera indicaba el año de cada archivo situado sobre ellas.

Con mucho esfuerzo retiró la primera de las tres que estaban situadas bajo el año 1975.

 

A.

Aaron, Franklin
Aides, Carol
Annah, José
Abboth, María


B.

Barro, Tatiana
Bonochi, Juan
Baez, Miguel


C.

Castelblanch, Abel
Carrillo, Juan
Carrera, Roberto

 

La lista seguía por orden alfabético hasta el final, seguido por una hoja de vida de cada uno de los integrantes listados en la carpeta. Ningún indicio del apellido Corriz.

Con esfuerzo, encajó la carpeta dentro del archivador, y se ayudó de la palma de la mano para hundirlo de vuelta en su sitio.

Haciendo un rápido cálculo mental entre su edad y los años que su madre trabajó en el hospital, debía escoger la del año 1970.

Estiró la mano nuevamente cuando fue interrumpida por un grito y un estruendo que le hizo dar un respingo.

Alguien maldijo en voz alta, desde la recepción del hospital, seguido por alguien corriendo.

- ¡Déjate de joder! ¡Agárralo!

Un grito desgarrado llenó los pasillos.

- ¡Agárralo, pelotudo!

Instintivamente, Patricia dejó lo que estaba haciendo y trotó, siguiendo el ruido. Se oían manotazos contra alguna superficie.

Dos enfermeros estaban intentando sujetar a un joven sin demasiado éxito.

Los cabellos negros y grasosos, cubriendo como lenguas su frente abultada, apenas sí dejaban ver los ojos desorbitados, ventanas transparentes a su obvio retardo mental. Había caminos de saliva debajo de su barbilla enrojecida, como el resto de su cara, mostrando que estaba dispuesto a no dejarse doblegar.

Apoyó un pie a la pared y empujó, tirando al suelo a un pelirrojo enorme, quien dio manotazos, aterrizando finalmente sobre su trasero. El otro enfermero (el más listo) estaba aferrado a sus cinturas, apretando los dientes, con un hilo de sangre bajándole de una nariz hinchada.
Le estaba sacando el oxígeno a fuerza de abrazo, lamentablemente eso era lo menos que le importaba al paciente quien, viéndose libre del pelirrojo, aprovechó para empezar a dar codazos hacia atrás. Era retardado, pero no estúpido: estaba jugando bien sus cartas.

Se arrastró sobre el suelo, el enfermero tenía los brazos ardidos por el contacto de la ropa del paciente, deslizándose con fricción bajo su piel, ya no lo tenía agarrado por las caderas, pero sí por las piernas, usando su propio trasero como eje de peso para que no pudiera arrastrarlo.

- ¡Haz algo, coño! ¡HAZ ALGO!

El pelirrojo lo observó estúpidamente, y gateó hasta sentarse sobre la espalda del joven.

- Ya lo tenemos –gritó, como un cazador- ¡ya lo tenemos!

Patricia veía la escena con pena.

- Corazón –intervino- lo tienes aferrado, pero cuando lo intenten mover a la camilla, va a empezar el problema otra vez.

Los dos se le quedaron viendo a Patricia, el paciente casi logró escupirle en los zapatos, como protesta por darles ideas.

- ¿No tienen un sedante a mano?

El pelirrojo, respondiendo a su pregunta con toda la capacidad mental de la que era capaz (no sufría de retardo mental, quizá su inteligencia fuera normal, pero era discutible si era más listo que el paciente) observó con despecho la bandeja con drogas que estaba colocada sobre la mesa de recepción.

- ¿Lo puedes sujetar tú solo, mientras voy a prepararlo? –preguntó el otro-

Pero el pelirrojo le echó una mirada de desgano que lo dijo todo.

Patricia tomó la delantera y se puso a leer los frascos con detenimiento. No conocía ninguno de los medicamentos salvo uno, el cual creyó que había sido descontinuado hacía por lo menos diez años. La terminología en latín fue lo único que le ayudó a deducir algo. Empezó a preparar la inyección con destreza, bajo la mirada impresionada de los dos enfermeros. Ninguno se atrevió a decirle nada.

Pronto, ella se puso en cuclillas.

- Sujétenle bien –dijo- y no te preocupes, corazón, soy enfermera.

La sola idea de imaginar que alguno de los dos pudo haber creído que sólo era una secretaria le causó gracia.

- Sujétenle bien –insistió-

Clavó la aguja y la fórmula achampañada fue desapareciendo poco a poco.

Al verse vencido, recurrió a una última arma: empezó a dar cabezazos contra el suelo. Su hueso resonaba como el de un balón.

- ¡Sujétalo, corazón!

El pelirrojo arqueó su cuerpo y lo cogió por debajo del cuello con ambos brazos, levantándole la cabeza a la fuerza, apartando la suya lo más posible porque, si bien era lento, podía al menos prever un golpe.

- Ahora deben sujetarlo por cinco minutos más, hasta que haga efecto.
- Gracias, señora –dijo con énfasis el de cabello oscuro-
- ¿Es un interno del hospital?
- No. Es de al lado.
- ¿De al lado?

El joven suspiró, intentando aguantar las ganas de levantar su brazo de las cinturas del paciente para limpiarse el sudor de la frente.

- De la casa de los locos –dijo-
- ¿Casa de los locos? ¿Literalmente?
- Literalmente –contestó, sonriendo-

El paciente los veía, atento.

- Es un psiquiátrico, entonces...
- ¿No lo sabía? ¿Quién es usted?
- Un manicomio –interrumpió el pelirrojo, sin ser oído-
- Patricia Corriz, corazón.

El chico le sonrió.

- Gracias. Bienvenida al hospital.

Patricia se puso de pie, devolviéndole la sonrisa. No tenía idea de que ella no estaba ahí recién empleada en el San Niño, pero tampoco tenía los ánimos de explicárselo.

- ¿Por qué tiene sangre en el pantalón?
- Se clavó un creyón en un ataque de histeria. Su carrera artística se acabó el día de hoy.

El paciente jadeaba, sonriendo.

Patricia se puso de pie, la camilla con patas flexibles estaba volteada en el suelo, con el colchón salido. Se encargó de levantarla y prepararla. El enfermero entendió rápidamente.

- Vamos, levantémoslo –exclamó- tú por los brazos, yo por las piernas.

Así lo hicieron.

Todos fueron distraídos sorpresivamente por algo que cayó al suelo, produciendo el ruido molesto.

La chica, joven y gordita, se apresuró a recoger el diario, con una cara de estupidez inaudita impresa en la cara, y unos labios pintados vulgarmente de rojo, abiertos en una pequeña “o”.

- Es Lilly –murmuró el pelirrojo, con fastidio- hasta luego.
- Gracias otra vez, señora.

Lilly se incorporó, apuntando con sus voluminosos senos a los enfermeros, observando con una expresión estólida como éstos se marchaban.

Suspiró con el cuaderno bien apretado en el pecho. Sus labios seguían imitando esa pequeña dona de carne roja, con la mirada ojerosa completamente perdida. El sombrerillo de enfermera estaba apoyado en un costado de su cabeza, dándole, además, la apariencia de una marinera.

- Corazón, creo que sería mejor que te hagas cargo del paciente.


Sin decir nada, colocó el cuaderno que llevaba entre las piernas del paciente, ahora cubiertas por una delgada sábana blanca de algodón, y se lo llevó pasillo abajo.

Patricia no la perdió de vista hasta que desapareció.

Mientras que los engranajes de su mente daban vueltas, y daban luz a ideas e imágenes, se fue dando media vuelta, poco a poco, observando el vidrio: el vendaval continuaba.

Se acercó como si estuviese en sueños, y colocó la mano sobre el vidrio... del otro lado, las gotas de lluvias convertían la superficie del cristal en una perpetua mancha húmeda.

Frunció el ceño, apretando sus dientes, recordando el aspecto de ambos muchachos.

No estaban mojados, ninguno de ellos lo estaba, y…

<<Dios mío... ¿por dónde salieron ellos? ¿Por dónde llegaron?>>

..

IV

...

 

Había esperado en la recepción: sentada, de pie o apoyada frente a la vidriera, luego viendo a la nada con las manos sujetas a la espalda, más tarde contra a la pared con una mano sobre la frente, mientras las horas pasaban y se hacía de noche. El ocaso dominaba el cielo, pero no había forma de saberlo sino de calcularlo, pues había oscurecido desde mucho antes por la lluvia.

Margoth no se hallaba detrás de la recepción, y apenas acababa de darse cuenta que, desde hacía por lo menos tres horas, no veía absolutamente a nadie.

Ella misma tuvo que encender el suiche que se hallaba a un costado de la pared, la amplia lámpara del techo la bañó con luz amarilla.

La lluvia había sido un problema temporal en la tarde, pero ahora empezaba a volverse algo pastoso e inacabable, algo que convierte la paciencia humana en una desesperación animal, y cuando eso pasaba, entonces cada minuto se hacía lento, y cada sensación de eternidad duraba, de alguna misteriosa manera cuántica, diez y veinte minutos en el reloj de pulsera.

Como una respuesta cruel a sus súplicas, un relámpago atronador se abrió paso entre el espeso torrencial.

Tomó aire, aunando paciencia, y viendo al suelo. Desde hacía una hora aproximadamente había empezado a cuestionarse las capacidades de la naturaleza y lo absurdo. Pero todavía brillaba esa luz interior en la que uno se regocija estando consciente de un modo u otro que no hay mal que dure 100 años, <<se tiene que acabar>>.

Por supuesto que desde hacía tiempo se le había ocurrido la idea de salir en el auto de algún doctor, o alguien del personal de enfermeros, tal vez podría pedirle el favor al que había conocido al mediodía si no fuera porque <<¿de dónde salieron, si estaba lloviendo?>> no tenía idea de donde estaba y, al parecer, no había una conexión superior ni subterránea entre el hospital y el centro psiquiátrico.

Cada vez sentía a su madre más lejana, si bien aquella mañana la tenía en el corazón, palpitando, con el olor de su perfume, su tacto, su voz flotando como un aura alrededor de ella, ahora se hallaba lejana, como interferida al fondo de un pozo, era apenas un eco. Patricia no tenía tiempo de pensar en esas cosas, todavía no estaba en capacidad de cuestionar su propia lógica de adulta racional.

Una persona normal hubiese podido captar varios detalles, pero el radar de Patricia, en su experiencia de enfermera, apuntaba hacia fallas descomunales... su duda se iba difuminando cada vez un poco más: el San Niño estaba casi completamente abandonado, por una razón o por otra.

<<Por una razón o por otra>>

Su distracción fue rota instantáneamente. Sus pupilas se levantaron del suelo para después ver al frente, como si fuese una máquina recién activada, sus oídos se movieron.

Un teléfono repicaba.

Parecía casi un sedante entre pensamientos; un teléfono sonaba.

Una y otra, y otra, y otra vez.

Patricia giró la cabeza hacia la izquierda, viendo el pasillo, apagado por la oscuridad.

Y seguía repicando...

Le pareció sentir una brisa fría, muy tenue.

Otra vez, y otra vez. El timbre era sólo un timbre, pero insistía.

Fue entonces cuando el inmenso telón del abandono volvió a cernirse: nadie atendía. Nadie acudiría. ¿Qué diferencia tenía con el del teléfono tras la recepción, por ejemplo? ¿Y si sonaba? ¿Y si era una emergencia y nadie atendía? ¿Y si…?

Las dudas de esta tarde ya no eran odiosas, ahora eran monstruosas, y se habían derramado, derramado de su cabeza para alcanzar el corazón, que latía con mayor prisa. Ya no eran dudas, ya no eran curiosidades del “interior del país”, ahora era miedo.

Se frotó los ojos, y se puso de pie, dejando el bolso sobre la silla. Se acomodó bien la franela que llevaba debajo del chaleco, jalándola hacia abajo (parecía como si se estuviese preparando para afrontar una batalla) y traspasó la recepción.

- ¿Hay alguien aquí? –Dijo, en la voz más alta que pudo-

Patricia tenía un tono muy agudo, parecía la voz que en una serie animada le colocarían a una flor, o tal vez a Betty Boo. Ella misma había aprendido a reírse de eso.

- ¿Hola?

Pero nadie la escuchaba, y...

<<El teléfono sigue repicando>>, vez tras vez, tras vez, tras vez.

Se colocó las manos en las cinturas, suspirando y viendo hacia abajo. <<¿Es que acaso no hay nadie, aquí? ¿En verdad...?>>

La llamada se cayó, lógicamente, y el silencio volvió a cundir.

Aquello no respondía la pregunta que se acababa de hacer, pero por lo menos la hornilla que estaba calentando sus nervios se había apagado.

Eso, desde luego, hasta que, a punto de volver a sentarse en la silla, el teléfono volviera a repicar.

Se apoyó a la pared, encorvándose y viendo sobre su hombro, como el remedo de una cowboy.

- ¿Hola? –repitió-

En ese momento, y sin saber exactamente por qué, Patricia Corriz se puso realmente nerviosa.

¿Por qué no antes? ¿Por qué no cuándo llamó al fondo del pasillo y no recibió respuesta, por primera y segunda vez? Era desconocido. Pero ahora se puso realmente nerviosa.

- ¿Enfermera Margoth?

El teléfono repicaba con su largo, agudo timbre.

Empezó a caminar hacia delante, dispuesta a rastrear el origen.

Los repiques venían detrás de la inmensa puerta doble de madera que se hallaba justo después de otra idéntica, la que conducía al primer piso del hospital.

Como para debatir a las posibilidades y cerciorarse de que en verdad sucedía lo que estaba sucediendo, levantó la cabeza, para leer la placa de madera que coronaba la puerta:

 

“CONSERJERÍA”

 

La empujó, y, descubriendo el fondo, observó la hilera de teléfonos públicos.

Pasaba que el que ella había usado en la tarde <<tijeretazos>> era el que estaba sonando.

Una corriente eléctrica le recorrió el cuerpo.

La visión del teléfono bajo la luz parpadeante que resaltaba de manera especial el tapizado rojo de las paredes era tan poco tranquilizador como el desvío justo después de los teléfonos, donde el corredor se desarticulaba y tenía otro brazo con habitaciones. Le parecía que ahí atrás había algo.

Los repiques continuaban.

Se adelantó un paso, en silencio.

Recapitulaba momento por momento la escena de <<Dionea>>, desde que llamó hasta que colgó <<¿por qué?>>, <<la persona que estaba del otro lado de la línea me asustó>>

Sí, había dado con el número telefónico de un idiota, eso sucedía muchas veces, ¿cuáles eran las posibilidades? Pero es que se trata de Buenos Aires ¿no? En la vida siempre hay momentos así. Y ahora alguien llamaba por el teléfono... ¿por qué no atenderlo? Esa era la idea que tenía desde hacía rato y, no hacerlo porque estaba –asustada- era, sin dudas, un duro golpe para ella, no contra su orgullo, sino contra aquél mandamiento muy específico en la vida de Patricia Corriz que estipulaba que una mujer no debía ser estúpida.

Pero aún así, por alguna razón…

Y volvía a repicar.

La sombra en la pared no se movía. Era extraña, y lo que le preocupaba, era que no sabía qué podía estarla haciendo. Cuando uno observa una sombra, sabe inmediatamente qué la está haciendo, pero ella no sabía, y se trataba de algo que tenía que estar parado en medio.
Y otro “algo” que provenía desde su estómago le impedía ir a averiguar de qué se trataba, lo mismo que le impedía ir a coger el teléfono.

Sin embargo, el mismo destino decidiría que no haría una cosa ni la otra, porque escuchó el grimoso ruido de unas ruedas mal aceitadas detrás de ella.

Giró la cabeza, identificando la fuente del sonido. La espalda de un hombre inmenso con una bata azul se alejaba poco a poco.

Transportaba una camilla con alguien tapado desde la coronilla hasta los pies.

- ¡Disculpe, disculpe usted, señor!

Empezó a trotar.

Pero el señor no se detenía... por lo menos hasta que consiguió colocarse a un lado suyo.

El tipo, que tenía una apariencia tosca y bruta, la miró.

Patricia apoyó las manos en las rodillas, había dejado la puerta del pasillo de conserjería abierto, razón de más para seguir escuchando el repique del teléfono que <<ya no está sonando>>

- Ya no está sonando.

El hombre se le quedó viendo con la misma expresión de piedra.

- El teléfono –se explicó ella- estuvo repicando, pero... ¿por qué no hay nadie aquí?
- Es tarde.

Patricia se le quedó viendo como si aquellas dos palabras hubiesen sido un insulto.

- Esto es un hospital, señor.

La mirada muda del tipo continuaba... esa es la respuesta más inteligente que obtendría.

- ¿Sabes dónde se halla el doctor Murillo?

Meneó la cabeza, suavemente.

- Corazón, antes que nada, dime por favor cómo te llamas.
- Paul.
- Paul, mi nombre es Patricia Corriz, soy la jefa de enfermeras del Buena Ventura, y una buena amiga del doctor –hizo una breve pausa- Borghild, y en este momento, necesito tu colaboración, ¿me entiendes, corazón?

Para su sorpresa, el truco no funcionó.

- Sí.
- Bien. Corazón, necesito hablar con alguien, cualquier persona que se vaya ahora o en un par de horas, no me importa. Necesito llegar al pueblo.
- Yo no me iré del hospital.

Desde lejos, parecía un hombre hablándole a una niña.

- ¿Dónde está el restante personal de enfermería?
- No. De aquí no se va nadie.

Patricia lo observó de forma convulsa.

- Tengo que llevar el cadáver a la morgue.

El hombre no parecía tan mal educado como bruto, parco. La clase de persona desinteresada, opaca, del que no se obtendrían frases de más de diez palabras aún metiendo sus pies en aceite.

Patricia bajó la mirada hacia el cuerpo que estaba sobre la camilla, desde la cabeza tapada se podían ver sus cabellos negros, y su frente abultada. <<Su frente abultada>>

<<El paciente de esta tarde>>

El hombre dobló la columna vertebral y colocó sus manos sobre la camilla, dispuesto a proseguir su camino.

- Un momento –la interrumpió Patricia, bajando la sábana de la cabeza.

Era, en efecto, quien pensaba. La mujer se echó atrás de un respingo, los ojos del enfermero se abrieron como los de un pez, mientras el exceso de carne en sus cejas se arremolinaba, frunciendo el ceño grotescamente.

Tenía el párpado del ojo izquierdo abierto a la mitad, la parte blanca estaba lechosa, sucia.

Patricia no le dio tiempo a sentir que ganaba terreno atemorizándola.

- ¿Por qué ha muerto éste joven?

El enfermero lo tapó de vuelta y la observó por última vez, con hastío.

- Paul, dígame por qué ha muerto este joven, dígame la causa.
- No debió hacer eso.

La mente de Patricia era ahora un revoltijo, el shock estático del cadáver sumió su conciencia en un espacio blanco prolongado, pero ahora daba vueltas, daba vueltas como una brújula loca. <<cadáver, dionea, cadáver, cadáver, lluvia, personal, tijeretazo, cadáver, cadáver, cadáver>>

Un porrazo seco le cayó en la nuca. El cadáver y el enorme enfermero se derritieron lentamente alrededor de sus ojos, mientras el techo y las patas de la camilla se arremolinaban con rapidez en espiral, al caer sin resistencia al suelo.

Había alguien detrás de ella, no podía saber quién era, todo se volvió negro...

 

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16 de agosto de 2009

 

 

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